23.06.13 EL CORREO GUILLERMO ELEJABEITIA
LAS CLAVES
Trucíos y la tradición
«Hasta hace no mucho, prácticamente todas las familias de la villa se dedicaban a la ganadería»
Las reses
«Son animales muy duros, con mucha capacidad de resistencia y que requieren muy pocos cuidados»
En el último rincón de Bizkaia, en un paraje privilegiado muy distinto de la dehesa castellana, vive todavía un puñado de reses cuya bravura fue célebre hace ya muchos años. Se trata de la raza "montxina", que un día dominó los montes de la comarca y de la que hoy apenas quedan en Trucíos unos cincuenta ejemplares. La villa es el máximo exponente de una tradición taurina común a la zona más occidental de Las Encartaciones y que alimentaba sus festejos con toros vizcaínos. Una tauromaquia popular que hunde sus raíces en la Edad Media y que la mayoría de los lugareños no quiere dejar que caiga en el olvido.
Es en el extremo oeste de Las Encartaciones donde aparecieron las primeras plazas de toros fijas de Bizkaia. Hasta el siglo XVIII lo habitual era que los días de festejo se montaran para la ocasión talanqueras y tendidos de madera. Los primeros cosos permanentes se construyen en un entorno rural muy localizado, en un perímetro que el estudioso del tema Jesús María Palacio sitúa entre la zona más occidental de la comarca y la parte oriental de Cantabria, y que incluye las localidades de Trucíos, Arcentales, Carranza, Sopuerta, el Valle de Villaverde, Liendo, Resines, Castro Urdiales, Santoña y Ampuero.
Su particularidad es que surgen siempre en el entorno de ermitas o santuarios, formando un conjunto lúdico religioso que en ocasiones incluye hasta una bolera. Son co sos agrestes, la mayoría poco más que un cerramiento más o menos circular de mampostería y que a veces aprovechan los muros de la propia ermita. Los días de función se incorporaban los tendidos y se engalanaban. Un carro, un tonel o incluso los árboles plantados en el interior del coso hacían el papel de burladeros. Solo en Trucíos, quedan cuatro de estos cosos, pero además hay dos en Carranza, otro par en Sopuerta y otro en Arcentales.
Astifinos de hasta 300 kilos
Esta extraordinaria proliferación de plazas de toros -la mayoría de las cuales se construyen en la segunda mitad del XVIII, aunque han sufrido muchas remodelaciones - «tiene relación directa con la actividad ganadera predominante en la zona», como apunta Palacio en su obra "Trucíos. Un siglo de historia y tradición". Hasta hace no mucho, «prácticamente todas las familias de la villa se dedicaban en mayor o menor medida a la ganadería», explica el alcalde, Manuel Coterón. Parece lógico pensar que desde antiguo, a la hora de organizar fiestas o celebrar algún acontecimiento, los lugareños echaran mano del ganado que abundaba en la zona: «Todo se celebraba con una corrida de toros».
Durante siglos, la población más numerosa de la comarca la constituían las vacas de la raza autóctona "montxina". Un tipo de res montaraz, casi salvaje, que se extendía por esta zona de Bizkaia, parte de Cantabria y algunas localidades burgalesas. «Son animales muy duros, con mucha capacidad de resistencia y que requieren muy pocos cuidados», explica Marcial González, uno de los ganaderos más veteranos de Trucíos. Su carne, escasa y más dura, no resultaba muy rentable -«si acaso para embutidos», apunta otro ganadero de la zona-, pero su resistencia las hacía ideales para una cría extensiva en un entorno montañoso como el de esta zona de Las Encartaciones.
La vida de estas reses transcurría en el monte, sin apenas contacto con los hombres, salvo cuando llegaba el momento de capturarlas. Los toros, astifinos y de colores negro, pardo o rojizo, pueden alcanzar un peso que ronda los 300 kilos. Su bravura natural las convirtió en protagonistas indiscutibles de los festejos taurinos que se celebraban en la comarca y también en otras zonas de Bizkaia hasta mediados del siglo pasado. Los más mayores de la villa recuerdan con orgullo cómo astados "montxinos" se lidiaban en las fiestas de Algorta, e «incluso en algunos pueblos de La Rioja y Navarra». Y para los ganaderos, que alguno de sus mejores ejemplares saliera al ruedo los días de fiesta suponía «ganar prestigio y distinción entre sus paisanos».
Marcial, que vivió aquellos días en su niñez y juventud, recita de corrido los nombres de quienes entonces eran los principales ganaderos de Trucíos: «Julian y su hijo José Cerro, Francisco y Gerónimo Palacio, Luis y Ángel Serna, Darío Villota, Migual Aldasoro, Ángel Fernández, Juan José Tejera» y su propio padre, Emiliano González. La "caza del toro" en los días previos a la función constituía un ritual acaso más arriesgado que la propia lidia. Marcial recuerda bien aquellas jornadas, en las que cobraba un papel importante otra raza autóctona, el perro villano.
"Cazar" los toros
«Dos días antes subíamos al monte a coger los toros a perro y con un carro de bueyes -evoca-. El toro se separaba del resto a pie y se dejaba preparado, y después se le soltaban unos perros villanos». Cuando lo tenían acorralado llegaba lo más complicado de la operación, inmovilizar al toro para llevarlo hasta el coso. «Había que conseguir tumbarlo en el suelo, amarrarle las patas y luego cargarlo en el carro. Era una labor muy dura, pero nadie se la quería perder y si no les avisaban se enfadaban», recuerda Marcial. Cuando el trabajo estaba hecho llegaba el momento de darse un pequeño homenaje, que la mayoría de las veces consistía en «bacalao albardado y un garrafón de vino».
Al menos una decena de toros se lidiaban cada año solo en Trucíos, coincidiendo con las fiestas del patrón de cada barrio: «Dos el día de San Pedro, dos en la Caridad, dos por San Roque y otros dos en San Roquillo, además de un par más que se toreaban en alguna fiesta particular». Los toreros eran profesionales de renombre -«el propio Cocherito de Bilbao, que toreó en Trucíos una corrida en 1900 por la que cobró 275 pesetas», como refiere Palacio en su estudio sobre el toreo en la villa- y también mozos del pueblo. «Raspa, que sigue siendo conocido en todo el pueblo, Santiago el de la Sierra, Luis Palacio o Miguelín Aldasoro» son algunas de aquellas figuras locales.
Los animales que morían en el festejo eran llevados al día siguiente al matadero para despiezarlos «y eran repartidos entre todas las familias del pueblo, en función de cuántos eran», explica Marcial. La carne no era del todo suculenta -«el animal estaba muy maltratado por los perros y la lidia»-, pero los vecinos hacían cola para no perderse la parte que les correspondía.
A comienzos de la década de los cincuenta la burocracia acabó apartando al ganado autóctono de los festejos populares. «Las autoridades comenzaron a exigir una documentación y unos requisitos administrativos que las "montxinas" no tenían y se empezaron a traer toros de fuera», ilustra Marcial. Con los años, los ganaderos optaron por razas más rentables y la estabulación hizo que las "montxinas" acabaran perdiendo su bravura. Hoy la raza está en peligro de extinción y su número es casi testimonial