12/23/2010

LAS CAPEAS

POR JUAN LEÓN 1946 ( Revista Vértice )

En las capeas los españoles dan rienda suelta al torero latente que cada uno lleva dentro de sí. Todos los que intervienen, incluso los que desde el balcón o la grada se limitan a permanecer como meros espectadores, están en las capeas actuando de toreros, siquiera sea con el pensamiento.
Estos tímidos -medrosos- mejor, saben que un simple salto, al que nadie se opone, les pondría delante del toro,y sólo con ésto van imaginando o soñando, mientras otros luchan con él, las faenas que realizarían si se decidieran. Pero no se deciden,y lo dejan para otra vez: para la capea del año siguiente, o para las próxima que habrá de celebrarse en el pueblo vecino. Hasta que, al fín,por muy grande que sea su miedo,un buén día se deciden, porque lo que creen llevar dentro es un torero, y nadie se conforma en llegar a viejo sín poder contar una hazaña taurina.
Él porqué no explicado, de esta atracción insobornable que el toro ejerce sobre el hombre español, pese al peligro que entraña,ha merecido que muy buenas plumas divaguen sobre el tema:pero acaso ninguna rasgó tán precisamente el velo misterioso sobre la quién dijo qué la esencia está en la contemplación que el hombre hace de su propia lucha con el mundo exterior, representado entonces por el toro.
Burlar el peligro, la muerte;dominar los elementos hasta someterlos a su voluntad.Después hacer esto mejor que los demás, sobresalir, atraer sobre sí todas las miradas..He aquí las complejas subconsciencias que empujan al hombre español ante el toro.
Cuando el primer toro-vaca muchas veces-sale a la luz cegadora de la plaza, improvisada con carros y portones, una multitud de mozos impaciente parece dispuesta a descolgarse a la arena.Estrofas de cién romances se rumian en los pechos y explotan en incitaciones "Ya está el torillo en la plaza", "llámale, llámale bravo al toro".
En tropel, convirtiendo en capote la blusa o cualquier otra prenda invaden el ruedo citando al toro que arremete feroz.Rara vez sin embargo muere uno de estos toros sin haber atrapado antes a una o varias víctimas a las que revuelca, sañudamente. El mozo, enganchado por la faja,y arrojado al suelo, se debate bajo las pezuñas de la bestia fingiendo una muerte que el miedo hace que le parezca auténtica, sin que se sepa por qué suerte de milagro la tragedia absoluta no suele llegar.Cuando llega, un pavoroso silencio cerca el anillo irregular de la plazuela.A los mozos se le s cambia el miedo en emoción. Se sienten más resueltos y truecan el juego por la lucha.
Los incidentes -y las tragedias, cuando las hay de una capea se comentan justamente poco menos de un año, todo lo que tarda en organizarse el programa de festejos del siguiente, en el que ha de figurar invariablemente una capea.
La capea de cada año,la que esperan todos los mozos con incipiencias de sangre torera, con afán de enfrentarse cara a cara ante el tótem con insuperable deseo de vencerlo, de aplastarlo. La sangre vertida por aquel mozo qué se fué para siempre entre un cerrado y hosco anillo de acongojado silencio, no amedrenta a los gladiadores de cada año, a los que aún no probaron su fuerza y su fortuna en lides que mueven ancestrales resortes